Nuestra generación está entrampada en el anhelo. Desde pequeños nos han vendido el sueño de un futuro extraordinario, como si el destino fuera algo susceptible de ser controlado. La profesión, la casa, la pareja, las mascotas, los premios, los hijos, un retrato funcional asumido como alcanzable… la vida perfecta solo era cuestión de tiempo.
Hoy atravesamos momentos de poca (o ninguna) proyección a futuro. Con frecuencia me encuentro pensando que quedan sueños por cumplir, planes por concretar, conciertos que dar, y no, no queda nada. No sé cuándo volveré a subir a un escenario con mi público querido, grabar un disco con mis colegas, volver a presentar un libro con la sala llena de amigos.
Aun así, esta nueva realidad, tediosa, cruda y amarga, ha servido para afianzar mi vínculo con el presente. Hay una resignación romántica, que me hace adorar las pocas certezas, que me obliga a soltar lo establecido, al tiempo que abrazo la incertidumbre como una aventura de alto riesgo. Un ticket de ida a no sabemos dónde. La palabra cuándo se extingue, el impulso de planear se ahoga en aguas incógnitas. Los calendarios son jeroglíficos que exigen nuevas lecturas.
Cuando dejo de luchar contra las circunstancias, y entiendo que las cosas son lo que son, de pronto esa visibilidad que quisiera para el futuro, la tengo para lo que hay frente a mí. Las posibilidades que nos regala la vida se abren como un abanico de nuevos valores, de sutilezas afectivas, de declarar que “no puedo quejarme” como una sentencia optimista e irrevocable.
El futuro nunca fue otra cosa que un pronóstico barato, una cuestión de azar, una constelación de nubes que se disuelve en el aire, con el paso de los minutos, un espejismo.
Si mañana me quitaran la mascarilla y me invitaran a salir al mundo tal como lo conocíamos, diría no gracias, a ese no quiero volver, porque la fijación con mis grandes sueños me mantenía desconectada de la raíz. De mi paisaje anterior solo necesito la libertad, pero no para dejarme arrastrar por la trampa del anhelo, sino para disfrutar cada día de “lo que hay”, sacarle el jugo, agradecer con sabiduría fresca, cuidar lo insustituible, dejar atrás los castillos de arena, abrazar los pequeños refugios que hemos construido con dificultad. Y decir “te amo”.
Hermoso
Me gustaMe gusta
gracias ❤
Me gustaMe gusta
Caminando por las calle de Paris algo tan anhelado, ahora puede ser caminado por los lares del jardín.
Bueno aún no tuve la suerte de leer tu libro, pero este extracto hace que uno se conecte rápido. Saludos desde Ilo
Me gustaMe gusta
jajaja! Es cierto…el disfrute está más cerca de lo que pensamos, es más accesible! Gracias por tu tiempo! 🙂
Me gustaMe gusta