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El manicomio y la dulce ausencia de algoritmos

Solitude, the sweet absence of looks (Albert Einstein)

Antes de la revolución digital, la gente soñaba con 15 minutos de fama y estaba dispuesta al ridículo o al escándalo, para obtener la atención del público.  Fama que, por más efímera, duraba algo más que la de hoy, insostenible por más de 15 segundos, o lo que sea que dure una historia de Instagram.

He visto suceder cosas que encuentro tristes, como actrices con inmenso talento, o escritores, o bailarines que, borrachos de likes y productos gratis que les mandan las marcas que detentan tu “engagement” para que hagas “unboxing”, han caído en la pegajosa red del planeta influencer, despintando su esencia y los matices de su propia voz.

Admiro a las personas que saben manejar la exposición con equilibrio y elegancia.  Y confieso que no soy ajena a esta absurda vorágine donde la espuma se desvanece y deja un vacío urgente de volver a ser llenado con el siguiente contenido precoz y prescindible. Algoritmos tiranos que mutilan tu visibilidad si no estás en la cima, dejando a los más discretos desbarrancarse.  O sales varias veces al día a gritar cualquier banalidad (no importa qué, importa cuántas) o te haces cada día menos visible. Como dijo un amigo “no me conformo con ser un músico circunscrito a alimentar a un insaciable Tamagotchi”.

Por eso hoy mis ídolos son artistas que mandan todo a la porra para concentrarse en su obra.  Como Yayoi Kusama quien, cuando ya se había convertido en una artista famosa, escandalosa y aclamada por galeristas, periodistas y fanáticos, volvió a su país natal donde nadie la conocía y se encerró en un manicomio.

Vestida de lunares de colores, el pelo fucsia y la mirada fija en cosas que solo ella ve, trabaja sin parar, frenéticamente en su estudio de Tokio día a día, adonde cruza en su silla de ruedas, desde la clínica en la que decidió internarse hace más de cuarenta años, cansada, no de trabajar, sino de tener que lidiar con los daños colaterales de su éxito como artista.

Hoy tiene 92 años y sigue creando, como una pulsión que la mantiene viva, a pesar del trastorno obsesivo que se apodera de ella desde que era una niña. Con todo ese diluvio a cuestas Yayoi se ha mantenido como la artista más codiciada en los museos de todo el mundo y la que cotiza más alto en el mercado. Sin proponérselo. Millones de personas suelen hacer cola para tomarse selfies en sus cuartos de espejos, luces de colores, calabazas psicodélicas, redes y lunares.

Ella, la outsider, la forastera o excluida, se incluye en la escena del mundo a partir de su posición de exclusión. Y grita más que nadie, sin levantar la voz, pero dejándola salir con fuerza, en formas y colores de dimensiones infinitas, que invitan al juego, a la imaginación, y conectan de maravilla incluso con los niños. Como ellos, Yayoi no es recipiente de preguntas sesudas ni de algoritmos que se atrevan a esclavizarla.

Rechaza toda filiación artística con movimientos y corrientes de pensamiento, tanto previos como actuales. Kusama se resiste a todos los “ismos” y se mantiene fuera de la norma, independiente. No acepta ninguna etiqueta lapidaria, inmóvil, el arte es movimiento, es renacimiento, es contradicción. Y el suyo es único, ajeno a convenciones.

Glenn Scott Wright, amigo de Kusama y director de una galería de arte de relata que ella, más allá de trabajar en sus obras, no posee intereses o distracciones en su vida, ni amigos, familia, entretenimientos ni placeres.

Una encuesta realizada en el 2014 en museos de todo el mundo reveló a Yayoi Kusama como la artista favorita del planeta. La que más público atrae a sus exposiciones. Un fenómeno de multitudes que para el crítico de ‘The New York Times’ Jason Farago sería el equivalente artístico de los estrenos de ‘Star War’s. La artista de la peluca fucsia cuenta con un museo propio de cinco plantas en Tokio y una multitud de seguidores en todo el mundo. Pero ella no sabe cuántos son, ni quiénes, ni qué dicen de ella, está sumergida en su creación, el único escape que le dio la vida, el arte, el oasis en medio de un desierto infinito. Su cerebro sigue bombeando y ella se aísla y se encierra para continuar disparando colores desde su trinchera, ese manicomio japonés donde nadie sabe quién es ella, ni quiénes son ellos mismos.

Me pregunto: ¿cuántas «horas de fama» alcanzaría Kusama si se juntaran todas las historias de Instagram que publican sus seguidores, mientras ella trabaja, y se calla? 

Fascinante Kusama y apetecible, el manicomio.

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El futuro era esto

Nuestra generación está entrampada en el anhelo.  Desde pequeños nos han vendido el sueño de un futuro extraordinario, como si el destino fuera algo susceptible de ser controlado.  La profesión, la casa, la pareja, las mascotas, los premios, los hijos, un retrato funcional asumido como alcanzable… la vida perfecta solo era cuestión de tiempo.

Hoy atravesamos momentos de poca (o ninguna) proyección a futuro.  Con frecuencia me encuentro pensando que quedan sueños por cumplir, planes por concretar, conciertos que dar, y no, no queda nada.  No sé cuándo volveré a subir a un escenario con mi público querido, grabar un disco con mis colegas, volver a presentar un libro con la sala llena de amigos.

Aun así, esta nueva realidad, tediosa, cruda y amarga, ha servido para afianzar mi vínculo con el presente.  Hay una resignación romántica, que me hace adorar las pocas certezas, que me obliga a soltar lo establecido, al tiempo que abrazo la incertidumbre como una aventura de alto riesgo.  Un ticket de ida a no sabemos dónde. La palabra cuándo se extingue, el impulso de planear se ahoga en aguas incógnitas. Los calendarios son jeroglíficos que exigen nuevas lecturas. 

Cuando dejo de luchar contra las circunstancias, y entiendo que las cosas son lo que son, de pronto esa visibilidad que quisiera para el futuro, la tengo para lo que hay frente a mí.  Las posibilidades que nos regala la vida se abren como un abanico de nuevos valores, de sutilezas afectivas, de declarar que “no puedo quejarme” como una sentencia optimista e irrevocable.

El futuro nunca fue otra cosa que un pronóstico barato, una cuestión de azar, una constelación de nubes que se disuelve en el aire, con el paso de los minutos, un espejismo. 

Si mañana me quitaran la mascarilla y me invitaran a salir al mundo tal como lo conocíamos, diría no gracias, a ese no quiero volver, porque la fijación con mis grandes sueños me mantenía desconectada de la raíz.  De mi paisaje anterior solo necesito la libertad, pero no para dejarme arrastrar por la trampa del anhelo, sino para disfrutar cada día de “lo que hay”, sacarle el jugo, agradecer con sabiduría fresca, cuidar lo insustituible, dejar atrás los castillos de arena, abrazar los pequeños refugios que hemos construido con dificultad. Y decir “te amo”.

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No pares hasta llegar

Ser artista requiere entusiasmo, más que disciplina. Y el entusiasmo no es un estado emocional, sino un compromiso espiritual.

-Julia Cameron

El foco creativo me salva de la incertidumbre. Me salva de caer en la represa de lodo en la que a veces se convierte mi mente.  Me salva del pensamiento lógico, que insiste en atarme de pies a no se qué, porque en el fondo nada tiene sentido.  Al menos, lógico.

El foco está al centro del corazón, en el eje, a años luz de distancia de la vida terrenal, en un refugio en la cresta de una nube desde donde se observa, conecta y canaliza. Es un lugar frágil que deben respetar las personas que te aman y defenderlo como gatas con uñas afiladas.

¿Cómo entro? ¿Cómo conecto? ¿Cómo hacer “zoom” en esa llama encendida que espera combustible para dar vida a la intuición? ¿Cómo lo sostengo en el tiempo? Siempre me hacen ese tipo de preguntas.

Cada mañana digo que sí. Algo así como lo que prometí en todos mis matrimonios, pero no cumplí. Bajo a mi estudio, en el sótano, prendo incienso, medito, un café, escribo lo primero que sale de mi cabeza en una libreta con letra ilegible, incandescente. Cosas que jamás le mostraría a nadie. Espejos con vaho, sentimientos escondidos que salen a protestar, pequeñas pancartas, fragilidades, angustias, inseguridades, voces que no afinan, complicidades hermosas y monstruosas… Y por fin, limpia, con el cerebro desahogado, entro en algo, busco eso a lo que llamo foco. Me enfoco. Y fluyo.

También tengo papeles escritos a mano y garabatos pegados por toda mi habitación, por todo mi estudio, sobre mesas, estantes, en mis bolsos, bolsillos, por todos lados. ¿Es necesario este caos? Sí, la señaletica es mi guía visual.

El foco es la famosa y tan poco habitada libertad dentro de una misma.  Es la soledad que enciende luces y se convierte en una amorosa explosión. La creatividad.

Foto de Tamara López

Carmen D’Alessio y el alto astral

La conocí un día entrando a un restaurante, su voz imperiosa y ronca atravesando la sala, “I love your dress, you look FAN-TAS-TIC!”.  Al virar la mirada me recibió un destello, su pelo al rojo vivo, el vestido naranja, los accesorios brillantes, la piel bronceada. Por supuesto, me acerqué para agradecerle y comentarle que el vestido era de la diseñadora peruana Andrea Llosa y que le recomendaba conocer su taller.  Me pidió que la llevara porque ella vivía en Nueva York y no sabía bien cómo moverse en Lima.  Apunté su dirección. Mucho gusto, Carmen. Mañana paso por ti.


Fuimos las dos en mi auto, ella con un vestido rojo y unas sandalias doradas de tacón que llevaba con tanta dificultad como actitud. Le pregunté por ella, por su vida en Nueva York y fui cayendo en cuenta de que mi nueva amiga era una leyenda viva:  Carmen D’Alessio, la creadora del famoso Club Studio 54, conocida, entre otras cosas, por su amistad con Andy Warhol. Até cabos y recordé que alguien me había contado que, a este mujerón, Warhol la había pintado porque la adoraba. Entre otras cosas, el tótem del pop art decía que nadie hacía fiestas como ella.  Le pregunté a Carmen por el cuadro y me lo mostró desde su teléfono.  La tarde pasó ligera, entre carcajadas y sus historias insólitas.  El día acabó, pero comenzó una amistad eterna.


No quisiera trasgredir su privacidad revelando su edad, pero los números se hacen solos.  Ella está, dígitos más, dígitos menos, alrededor de los ochenta, y nunca en la vida he conocido a alguien con una energía más contagiosa y arrolladora que la suya.  Cuando me siento a comer con ella, me cuenta historias que merecen una serie de Netflix.  Pero no es eso lo que más me emociona y conmueve.  Lo que me roba el corazón es atestiguar que vive el presente como nadie y que está llena de planes, proyectos, ganas.  Siempre con un nuevo emprendimiento, siempre a cargo de las mejores fiestas, las que ahora organiza a la hora del sunset en los mejores rooftops de Nueva York.


Hace un mes cumplí 38 años. Recibí muchas llamadas.  Entre ellas, la de una tía que me dijo que me queda poco tiempo para que caduque el encanto, y que aproveche cada momento de juventud que me queda. También recibí la llamada de Carmen, quien celebraba la vida.  Le conté lo que me dijo mi tía y se cagó de risa. “Ser joven es tener el valor de ser tú misma, alegría de vivir, positivismo. Ignora esas ideas Pam, irán detrás de otra presa vulnerable.  La juventud está en la conexión con el Alto Astral. You got it.”.

Yes, I´m a witch

Crecí en una familia llena de rockeros setenteros fanáticos de los Beatles.  Mi papá y sus primos tenían una banda de covers que animaba fiestas limeñas con los últimos hits del cuarteto de Liverpool. De niña escuché el White Album más veces que cualquier canción de Parchís, antes de tener uso de razón cantaba de memoria Lucy In The Sky With Diamonds y Across The Universe y, con el tiempo, cómo no, también escuché por todos lados hablar de Yoko Ono: la “china”, fea, bajita y vieja, con “vagina de aspiradora” que embrujó a Lennon hasta alejarlo de los fab four.

Todo lo que escuchaba de Yoko no hacía más que reforzar la idea de la arpía manipuladora que distrajo a su iluminado esposo de su proceso creativo, que le lavó el cerebro.  La perfilaban como una artista estafadora, vendedora de humo, merecedora del maltrato burdo de su arte conceptual, basta con ver en el famoso capítulo Los Borbotones de Los Simpson, una parodia de The Beatles en la que Barney se enamora de Kako, una artista japonesa de absurda extravagancia.

Digo con algo de vergüenza que tardé treinta años en descubrirla.  Una tarde, explorando entre la apreciada selección de libros de La Casa De Kanu, en Barranco, me crucé con uno llamado “Grapefruit: un libro de dibujos e instrucciones de Yoko Ono”.  Esta vez sin prejuicio alguno y con curiosidad, me sumergí por primera vez en la obra de un ser que encontré absolutamente fascinante, singular y encantadoramente extraterrestre.

En 2016 fui a Buenos Aires, donde pude ver su exposición retrospectiva Dream come True y, mientras volaba por distintas galaxias con cada una de sus obras, comprendí por qué Yoko, a los 33 años, no sabía ni cómo se llamaba la banda del tal John Lennon que un día entró a una galería de arte en Londres, donde ella exponía. El famosísimo chico flaco se sintió atraído por esta mujer japonesa de baja estatura que ni lo miraba, absorta en su propia obra forjada durante años de quemarse las pestañas estudiando y creando, sin permiso de nadie y sin medir la respuesta de su pequeña pero extravagante audiencia.

En 1951 ingresó a la universidad y logró ser la primera mujer estudiante de Filosofía en Gakushuin. Profundizó en el existencialismo, el marxismo, conoció las ideas pacifistas. Se especializó en composición y poesía contemporánea en el Sarah Lawrence College, una exclusiva escuela para mujeres donde se la recuerda por pasar los días escribiendo haikus (poemas cortos japoneses) bajo un árbol. Todo esto en épocas en que las mujeres no tenían permiso para salir de la cocina.

Yoko no era la tirana que emergió de la nada para arrimarse a la fama y dinero de Lennon. Ella venía de la aristocracia japonesa. Ese privilegio, sin embargo, no la libró  de conocer el hambre en tiempos de guerra. Y felizmente fue así, porque la dureza le dio profundidad. Profundidad que, a su vez, ella le imprimió a la obra de Lennon. La verdad detrás del mito de la enana diabólica es que en ella se cocinaban los ingredientes para convertirla en la bruja que necesita todo cuento de hadas: ser mujer, ser siete años mayor que John y ser asiática. Como si esto fuera poco, no era una groupie desmayada, no le gustaban los Beatles, no tenía tiempo para ellos. Gozaba de su propia reputación, cimentada desde que, en 1961, expuso sus primeras ‘instruction paintings’ en la galería neoyorquina AG de Georges Maciunas, el fundador del movimiento Fluxus. Simples frases que contienen un llamado a la acción para abrir la imaginación y la mente.

La mala fama de Yoko se debe a la amenaza que representaba para el mundo anglosajón de los sesenta, ajeno a modelos femeninos como ella, una profesional con voz propia, con ideas críticas sobre lo establecido, sin ganas de disfrazarse de princesa para encajar en una cultura occidental plagada de historias de sirenas que atraen con su canto a heroicos navegantes para luego matarlos, malnacidas portadoras de la ruina masculina y de enormes diluvios, desde Helena de Troya hasta Courtney Love.

Ono fue el chivo expiatorio de los fanáticos de los Beatles, adictos a la hinchada de corte futbolero, que necesitan masacrar a alguien cuando su equipo no gana. Tanto su vida como su obra fueron blancos perfectos para el racismo y el machismo.

Unos días antes de morir, John Lennon fue entrevistado por la BBC de Londres. A lo largo de la extensa conversación confesó que, de no haber sido tan machista, le hubiera dado a Yoko algo más de crédito por la autoría de “Imagine”. Y tiene sentido.  Si profundizamos en su obra y leemos sus instrucciones, no es absurdo pensar que esa canción es una más de sus obras locas y su marido, más bien, el que ejecutó la performance.

Japanese artist and musician Yoko Ono sits in a white-painted half bedroom entitled ‘Half-a-Room’, part of her recent avant-garde Half-a-Memory exhibition, on show at the Lisson Gallery in London, 11th July 1968. (Photo by Roger Jones/Keystone Features/Getty Images)

En la jaula (…again)

Una tarde de invierno en el campo.  La lluvia cae con mayor intensidad que la del agua con que me ducho.  Solo si gritamos podremos escucharnos.  El cielo gris, el frío y una pandemia que ya se volvió un estilo de vida nos tienen a todos en casa refugiados, abrigados, estresados.  ¿El roce hace el cariño? 

Mi hija preadolescente alza la voz.  La hermana de tres años ha huido de su cuarto, tras robar algo valioso. Escucho los pequeños pasos de un lado a otro de la casa.  Mi compañero, en la cama, no se inmuta.  En la casa podría desatarse una guerra nuclear, pero si es domingo y hay fútbol, nada más importa. 

Asumo que soy yo la que tengo que salir a ver qué pasa.  Ahora soy la policía.  Las niñas se pelean por un juguete de plástico.  Intento resolver el problema, intento no alzar demasiado la voz, suficiente con los gritos de ambas.  Hace unos años hubiera partido el muñeco en dos y dado la mitad a cada una, aunque perdiera toda funcionalidad, pero cuento hasta diez, hasta veinte.  Respira. Respira.

Recuerdo a la terapeuta familiar: El adulto es el adulto el niño es el niño… y lo repito cien veces. La hija mayor esconde el juguete.  La bebé hace un berrinche, se tira al piso, se muerde la mano. El llanto, los gritos, los aullidos penetran el aire, las paredes, la ciudad.  Mi tímpano tiembla como recibiendo un electroshock.  El niño es el niño, el adulto el adulto…

De la cocina sale un olor.  Algo se quema (además de mi paciencia). Puta madre, he olvidado el arroz.  Voy corriendo, intento salvarlo, le pongo mantequilla, queso rallado, intento disimularlo, pero solo consigo empeorarlo.  Se enfría en el basurero.  Saco una pizza y la pongo al horno.

Llamo a todos a comer.  La bebé duerme, la mayor mira su teléfono con audífonos, mi marido sigue viendo el fútbol.  Nadie viene.  La voz de un periodista deportivo grita gol con entusiasmo, ante un estadio vacío.

Pienso que sólo hay algo peor que tener familia: no tenerla.

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Te llevo dentro

Hace siete años comencé a soñar con el proyecto La Sanahoria, me propuse hacerlo real, lo proyecté, nació, abrió por primera vez sus puertas al público, gustó. Mi creación, mi hijo, había aprendido a caminar y había sobrevivido a las dificultades de toda nueva aventura. Pronto comenzó a dar frutos y creció tanto, que superó mi capacidad de manejarlo, pero nunca me imaginé que alguien más lo haría suyo y menos que yo terminaría fuera del proyecto. Esto ha ocurrido hace menos de un mes y todavía me cuesta asimilarlo.

Pese a que vender bien un negocio es la ambición máxima de un start up, y aunque siento un alivio profundo y tengo ilusión de embarcarme en nuevas travesías empresariales, me siento triste y nostálgica. Una marca es un ser vivo y, si la has creado con cariño y cuidando cada detalle, sientes un vínculo tan potente, que roza el apego.

De los siete años de crecimiento, me quedo con la primera etapa de “mi bebé”. Cuando mi prima Mariana, la co-fundadora, y yo descifrábamos qué era el retail de alimentos, de la mano de Felipe, el Chino y Amarilis. Seguro lo hacíamos mal, pero había frescura en ese «no sé qué mierda estoy haciendo», en la ingenuidad, en la ilusión, en las risas. Poco a poco fuimos madurando. El éxito del negocio nos trajo retos, demasiados, y por momentos pensé que La Sanahora iba a terminar convirtiéndome en la Insanahoria, por el nivel de estrés.

Nunca pensé que llegaría este momento, insisto. Pero salgo satisfecha. Hicimos buenas cosas. Y ahora el proyecto está en manos de personas idóneas en todo sentido.

Se lo voy contando de a pocos a la gente, que me preunta: ¿Ahora qué vas a hacer? Y me encanta responder que ahora tengo el 100% del tiempo pra hacer música y escribir. Pero no lo haré sin antes regalarme una pausa, un silencio para escucharme, antes de dar nuevos pasos, a consciencia y alineados con lo que soy en esencia. La Sanahoria nunca será lo mismo, yo tampoco sin ella, pero ambas tenemos derecho a crecer y ser mejores, más sabias, más experimentadas, con nuestros duelos a cuestas.

La vida es una constante despedida. La melancolía y la resistencia a soltar, pronto evolucionarán, sentiré un alivio y la ligereza me conducirá, sin prisas y sin pausa, a las aventuras que están esperando por nacer, crecer y tener luz propia.

Gracias La Sanahoria. Fuiste una gran maestra. Me moldeaste como empresaria de retail, me retaste, fui guerrera por ti. Yo, que sudaba frío cuando tenía que enfrentarme a los números, ahora veo cifras, las entiendo y además atesoro un instinto de supervivencia que me permite ver las grietas. Me enseñaste a lidiar con todo tipo de clientes enfadados, con gente maravillosa, como los proveedores y colaboradores. Aprendí a cuidarte, a sentirme tu guardiana fiel. A no avergonzarte ni defraudarte. Y siempre veré por ti.

Te quedas en las mejores manos.  Estoy contenta. Ya puedo cerrar los ojos y dar el primer paso. Uno a la vez.

La Sanahoria en Calle Libertadores
Marca Blanca La Sanahoria

Enfócate en algo y olvídate de todo

Mi hija mayor tiene once años y, contra lo que imaginaba, hoy exige más de mí que cuando, recién nacida, me pedía comer cada dos horas.  Nunca antes los niños han tenido tanto para entretenerse, pero aún así “estoy aburrida” es de las top 5 frases más escuchadas en casa cada semana. Me imagino que en muchas casas (con o sin niños).

Hace poco Lu me pidió una nueva mesa de noche. Fui a comprarla a Ikea, para que ella misma la arme, que la ilusión por tener su nueva mesa de noche fuera un motor para sumergirse en una actividad. Pensé que me la lanzaría por la cabeza, pero no: abrió caja, sacó manual, entendió con apertura que tenía delante su futura mesa de noche, un pequeño proyecto.  Una ventana para crear.

Ella, que debe tener el récord Guinness a la niña que más ha dicho “mamá” en un día, desapareció por cuatro horas. Ni una sola demanda.  Solo su playlist favorita sonando en el celular. Me asomé y estaba absorta.  Me dijo que es difícil hacer un mueble sin herramientas, pero resolvió la carencia usando como martillo mi mortero para hacer pesto genovés y una herramienta de manicure para ajustar los tornillos  pequeños.  La felicité por su habilidad para “recursearse”, como decimos en Perú, y la dejé tranquila.  

Ella estaba en el foco, en lo que los anglosajones llaman “the zone”.

Muchas personas piensan que es un estado elevado, solo alcanzable por artistas o creadores con experiencia.  Y sí, puede que los artistas desarrollemos o tengamos un acceso más directo al foco porque, para hacer arte, habitas en él, es algo con lo que naces…

Pero te invito a recordar cómo se te pasaban las horas de niña, ya sea jugando a la carrera de tortugas, preparando una comida con plantas, simulando una obra de teatro, pintando un arcoíris.  La inmersión en el foco era directa, sin escalas.  Porque es parte de nuestra naturaleza, de nuestra esencia más primaria.

Un indicador de estar en el foco es perder la noción del tiempo.  Cuando llamé a mi hija a cenar, me dijo que acababa de almorzar.  Le dije que no, que habían pasado cinco horas.  Sus ojos se abrieron como en los dibujos animados y me dijo, con alegría, “mira, ya está lista”.  Estaba ilusionada, orgullosa, serena. Hermosa.

Y creo que eso es lo más valioso que podemos regalarnos: entrar en el foco, en la zona para crear, para construir algo, lo que sea, una pequeña mesa de noche, un poema, un mundo mejor.  La creatividad te eleva por encima del vacío, del tedio, de las carencias, de la rabia, de la pena, te desintoxica y le da sentido a tu vida si, como mi hija, te has aburrido o ya te has visto «todo netflix”.

Mi hija pequeña, en el foco, en su esencia.

Sobrevivir a los predadores

Tengo mi lado pulpo.  Soy mamá de dos niñas, canto, leo, cocino, hago canciones, escribo y dedico parte de mi tiempo a ver documentales.  Es la única sección de Netflix que visito.  No veo series, por más espectaculares que sean.  Será porque la realidad supera a la ficción cada mañana, cuando abro el ojo y empiezo a lidiar con seres vivos, entornos tangibles, problemas reales.

Me llamó la atención el nombre “mi maestro el pulpo”.  Cansada de todos los gurús de turno, y luego de leer de qué iba, pensé: se jodió Deepak Chopra, llegó el pulpo.

Metida en la historia, me encuentro con un testimonio de amor.  Un cineasta agotado de las exigencias comerciales de su carrera, encuentra en el fondo del mar un hermoso bosque, y debajo de una roca a un pulpo desconfiado, alerta.  El mar está lleno de predadores y ha aprendido a protegerse*.

Craig Foster (el cineasta) se sumerge cerca de la guarida de un pulpo. Lo hace cada día desde que se sintió tan absolutamente bloqueado, que no pudo seguir trabajando. Hay algo ahí debajo que le da sentido al sinsentido de los últimos años.  

El intruso ha sido identificado, por el animal, como un ser inofensivo. Poco a poco se van acercando, hasta que un día se abrazan. Unas 1600 ventosas afloran de ocho tentáculos y besan el pecho peludo del cineasta.  Se quedan literalmente pegados, intercambiando energías, hasta que Craig tiene que salir a la superficie a tomar aire.

Un día Craig entra al agua, como siempre.  Cerca de la guarida del pulpo ronda un tiburón, el principal predador.  Siente que debe intervenir, pero decide mantenerse a un lado.  Una mandíbula inmensa (de un pez enorme y ciego del tamaño de los mamíferos marinos pero nacido de un huevo) trata de embestir o tragarse al pequeño octópodo que se escurre, sin mirar atrás de puro terror.  El pulpo agitado logra esquivar a la bestia y volver a su guarida.  Solo cuando está a salvo puede mirarse la herida: el tiburón logró arrancarle un tentáculo.

Como un arbusto podado con guadaña, el pulpo permanece escondido, cambia de color, se pone pálido.  Parece haber llegado a su fin.

Pasan semanas y sigue guarecido, con los ojos a medio cerrar. Pero poco a poco los abre más, y recupera su color en una lenta progresión cromática. Hasta que un día, por fin, sale, recargado de energía y con un pequeño nuevo tentáculo, que remplaza al que se llevó el tiburón, como el primer brote de primavera. La raíz de la esperanza.

Maestro pulpo, me quedo con tu enseñanza:  Floreceremos, allí donde nos arrancaron el cuerpo, los predadores. Y habremos crecido por dentro.


* Según los expertos, los pulpos fueron los primeros seres inteligentes del planeta. Han sido observados usando herramientas, e incluso pueden abrir tarros y botellas a prueba de niños. Tienen una excelente memoria a corto y largo plazo.

¡Dos tercios del cerebro de un pulpo están en sus brazos! Los pulpos tienen toneladas de neuronas en cada brazo, que permiten a los apéndices oler, saborear y mover objetos de forma independiente, sin la ayuda de su cerebro.

Son artistas del escape. Como todos nosotros, los pulpos quieren vivir libres de sufrimiento físico o emocional. Se sabe que los pulpos rocían agua a los experimentadores en un laboratorio, y han puesto en cortocircuito los sistemas de luz cuando querían la oscuridad en cautiverio. Un pulpo llamado Inky llegó a los titulares de Nueva Zelanda cuando se escapó de su tanque en un acuario y se dirigió a un desagüe que conducía al mar.

Ilustración de Deanna Staffo

Ligereza

Ligereza

Esta es una foto de mi espalda, la palabra «ligereza» tatuada como un símbolo.  El peso se lleva en las espaldas, pero es allí donde quiero andar ligera.

Mis tatuajes no surgieron de una motivación estética, nunca he pensado en la tinta penetrando mi piel para la eternidad como un elemento decorativo. Para mí, los tatuajes son una invocación permanente, un llamado urgente, una forma de recordarme dónde están los puntos que me equilibran mientras dura este cortísimo vuelo que es la vida.

Será que lo que pesa nos ancla, que ya bastante ligero será el filo al que habrá de arrimarnos la vida cuando llegue la hora de partir, sin equipaje. 

Viajar ligero no solo es llevar poco peso, es también la manera en que digerimos las cosas.  Puedes tener un solo pantalón, pero si te obsesionas porque se manchó, ya le has añadido demasiado peso: ligereza es caminar desnuda mientras lo lavas y lo secas.  Ligereza es comprender que a veces se llega tarde, incluso que no se llega, y que no hay cálculos, que nada nunca sale como se planifica. Que el control es una ilusión.

Ligereza. Más que una palabra, es una vibración, una esencia, algo que flota, un elemento ingrávido.  Un tatuaje, finalmente, dura tan poco como la vida humana.  Por eso, vayamos ligeros que estamos de paso, y es la única manera de volar un poco más alto. De elevarnos por encima de lo amargo.

Hay una frase de Buda: “Al final de tu vida solo tres cosas importan: lo mucho que amaste, lo bondadoso que fuiste y la facilidad con que dejaste ir lo que no era para ti”.

Nada más desgastante que aferrarse a lo que vuela en dirección contraria, que intentar encajar objetos que no amalgaman, que pedirle a alguien que te escuche, que te entienda, que deje de mirar a otro lugar.

Son las manos que sueltan, es la mente que respira, el aire que entra a oxigenar el cuerpo y expulsar metales pesados. La ligereza es la sonrisa que naturalmente aflora (y no cuesta nada) cuando te sientes un poco más libre; es la flor que se abre sin pensar quién la mira, es un bailecito torpe con el que tintineas por dentro; es seguir tu camino, incierto, entregada al misterio, fluida, desprolija, y con gracia.