Se quedó sin hija

    Dedicado a mi hija Luana.
Cuyo corazón quiero siempre cerca.
Muy cerca

Un amigo me manda una foto.  En ella lo veo a él, un viejo abrazado de su hija y su nieto, sentados en un porche típico de una casita en el sur de Dallas. Sonrisas que apenas pueden contenerse en la cara, de tan inmensas.  Se trata de un reencuentro, quince años después de no verse el padre y la hija.

Resulta que su hija (que ahora es madre) abandonó la casa familiar a los 16.  Escapó con su novio, con quien vivió años en una van.  No fueron a la universidad, el alcohol y las drogas tomaron posesión de sus vidas y se dedicaron a pedir dinero en las calles para sobrevivir.

El tiempo ha hecho lo suyo.  La joven pareja decide salir de las drogas. Consiguen mejores trabajos, se financian la educación y al acercarse a los 30, deciden tener su primer bebé. Se llama Nolan Lottus.

Ella, ya con la vida en orden, quizás gozando de balances existenciales y procesos personales digeridos, decide un día tocarle la puerta.  Al abrirse, también se abre una nueva vida.

Mi amigo (y ex profesor), en una larga conversación -en la cual yo también compartí las frustraciones y temores que siento al criar a una hija preadolescente- me confesó que él, inconscientemente, resintió que su hija creciera.  Ashley (quien quedó huérfana de madre a los 4 años) había sido la niña de sus sueños, el motor detrás de su vida, la razón por la cual se levantaba en las mañanas.  Ella le demostraba su amor. Mi amigo decía que hubiera sido más sabio, de su parte, entender que el amor se debe dar y recibir de manera natural, sin pedir nada a cambio.  Que le hubiera ahorrado mucho sufrimiento comprender que no se trata de una transacción.

Pero Ashley, al llegar a la adolescencia, de golpe, no solo dejó de demostrarle su amor.  Además lo maltrataba, le decía cosas espantosas, le alzaba la voz.  No cumplía con los acuerdos de convivencia de la casa. Se iba con las amigas sin decir adiós, regresaba cuando le daba la gana y sin saludar.

Él fue desgastándose, luego resintiéndose, luego estalló.  Hasta que la relación se convirtió en una batalla.  “Ojo por ojo y el mundo se queda ciego”.  Se quedó sin hija.

Le pregunté: ¿Qué hubieras podido hacer mejor? Y me quedo con su frase, que me retuerce el corazón: “Si tan solo le hubiera preguntado qué le pasaba, Pamela”

Pienso en cuántas veces, cuando mi hija me ha dicho algo hiriente, me he enfocado en mis emociones, en mi reacción, en hacerle ver cómo me duele que me falte el respeto.

Solo espero seguir atravesando esta etapa poniendo mis sensaciones de lado. Preguntándole ¿Qué pasa? Como quien toca la puerta para entrar a su corazón.

Love you, Lu
Tantas cosas dejan huella

It´s a GIRL (no te imaginas)

El ascensor va de subida y mis ganas también. Acabamos de conocernos, hemos comido juntos con un grupo de amigos.  Recuerdo su nombre, no sé su apellido.  Su casa queda en el piso 15.

En el piso 3 comienzo a verlo guapo. En el 7 me gusta su boca, y en el 10 lo agarro de la camisa, lo estrello contra el espejo y le doy un beso salvaje. «¿Qué haces?», me pregunta. “Me gustó tu boca”.  Seremos novios unos años.

Otra historia. Otro hombre. Somos un grupo de músicos en un restaurante, una cena de trabajo.  No siento atracción alguna por él, pero lo admiro a nivel profesional.  Sin embargo, a la tercera copa (tengo cabeza de pollo) empiezo a verle un parecido a Jared Leto, pese a que es calvo y tiene los ojos negros.  En fin. Cosas del vino. La conversación grupal pronto se diluye mientras él y yo hablamos sin parar.  ¿Volveré a verlo?  Él partirá pronto a California.  Me inquieta tanto, que cuando se levanta para ir al baño, voy detrás de él.  Me quedo esperando a que salga y, apenas abre la puerta, me meto al baño, empujándolo de nuevo hacia dentro. Cuarenta y cinco besos con lengua después volvemos a la mesa: mi pinta labios rojo ha dejado un garabato imposible de disimular. Nunca más volveré a verlo.

Mientras estudio en la universidad en Texas, salgo de viaje con varios amigos a Austin. Tengo 18 años.  Vamos en dos autos, somos diez. Llegando a la ciudad encontramos una laguna.  No hay nadie.  Somos libres de hacer lo que queramos: tirar nuestra ropa al agua y bailar Fela Kuti … Let’s start what we have, come into the room to do… calatos, como si huyéramos de un manicomio.  Llegamos al hotel envueltos en toallas y con mucha, pero mucha ropa mojada.  Dormimos juntos, hombres y mujeres.  Nadie es novia de nadie, nadie le pertenece a nadie.  Nos hacemos masajes.  Somos felices.

Otra, más reciente, a los 34.  Otro hombre.  Una historia que empieza en un match de tinder y termina en una sala de partos, con quien hoy es mi compañero de vida, pero esta historia es muy larga y políticamente incorrecta, de modo que mejor léela en mi último libro: “Desmadre”. Solo diré que it´s a girl (aquí un globito rosado).

Me gusta la vida social. *

Y también demostrarles mis ganas a todos y cada uno de los hombres que me han atraído, porque me da la gana. 

Siempre sin palabras, de frente a la acción, como una gata callejera.

Como una gata rabiosa.

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*La violación múltiple de una mujer de 21 años en Lima (Perú) conmocionó en octubre 2020 a la opinión pública peruana. La fiscalía pide para los cinco detenidos nueve meses de prisión preventiva mientras se investiga el caso. La joven fue violada el durante una fiesta por varios de sus amigos.

El hashtag #MeGustaLaVidaSocial se posicionó en redes sociales como respuesta a las afirmaciones del abogado Paul Muñoz, defensor de uno de los detenidos, que aseguró que a la víctima «le gustaba vida social», como una justificación para ser violada de manera múltiple.

Mi primera vez (en un chifa)

La primera vez que subí a un escenario (bueno, ya había trepado a algunos en el colegio) fue en un cocktail en el Club Chino de Lima, con una orquesta de jazz que estaba de moda en la ciudad.  Nadie me había llamado a la orquesta, yo fui a rogarle al director que me diera una oportunidad. Le supliqué.

El cocktail era lo menos sexy del mundo: olía a salsa de tamarindo y a chancho al ajo, el micrófono estaba instalado entre dos dragones dorados y a mi lado burbujeaban unos goldfish en una pecera turbia gigante. 

Los nervios me carcomían como si estuviera en medio del Carnegie Hall y el silencio me corroía, pese al laberinto de gente hablando y mozos deambulando con bandejas repletas de cubiertos y vajillas que chirriaban al acumularse unos sobre otros. Un silencio interno de otro mundo, de otra vida, de otro tiempo.

Tenía quince años, me había puesto mi vestido más bonito, con el que iba a los quinceañeros. Mi mamá me había maquillado y planchado el pelo.  Para cuando me tocaba el turno de cantar, ya todo olía a pato.

La canción que iba interpretar con la orquesta, se llama “A Foggy Day”.  Un tema que hoy no escogería para una niña de 15 años que lleva la vida cantando rock and roll con su padre setentero.  Los intervalos son complejos, y fueron aun más complejos de afinar en el espacio estridente que nos rodeaba. 

Fue una pesadilla de nunca acabar, a pesar de ser una sola canción que dura 4 minutos.  Nadie me miraba, nadie me oía, pero yo sentía que todos me señalaban diciendo que era la peor cantante del mundo.  

Finalmente, el director de la orquesta, en vez de apiadarse de mi pésimo debut -y de mi olor a pato- me dijo: Has desafinado demasiado.  Si quieres volver a cantar con nosotros, tienes que afinar.  Canté con ellos tres veces más en las que tampoco fui capaz de afinar de los nervios y luego no volví a verlos.  

Me tomó años sacar la voz de ese director de mi cabeza.  Salió con muchas horas de práctica y de escuchar a Dylan, a Billie Holiday, Tom Waits o Mazzy Star, gente a la que le importaba un pepino afinar y tenía un compromiso con la música, la mística y su obra mucho más profundo que entenderse con la frecuencia de 440 hz.

Tanto, que me da igual si afino o no.  Da lo mismo. Lo mejor fue aprender a reconocer a los monstruos que mutilan pasiones como aquel director.  Y también que no hace falta peinarse tanto.  Por mucho que te hayas peinado, el olor a chancho al ajo es olor a chancho al ajo.

Mi primera «foto de cantante». Tenía 15 años.
Mi mamá me maquilló para cada actuación. Desde el colegio hasta la época del disco Perú Blue (2005).

Lila, Luana, Ton, mi bandoneón

Conocimos el home school, las computadoras se convirtieron en salones de clase y recordamos que 8 horas sentados en una silla (eso tiene que hacerle daño a un poto, espalda, cuello) sin ver el sol, es inhumano, más para un niño o niña, peor aun si la casa anda de cabeza, ahora que nadie sale, más pequeña que nunca, tratando de estirarse. Donde todo se detiene y sin embargo nadie tiene tiempo para nadie.

8 horas delante de una compu, que te seca el ojo, que te altera los ritmos circadianos. 8 horas de estar con gente sin estar con ella. 8, de restarle dimensión a la realidad, a los sentidos.

¿Excelencia académica? ¿Currícula? ¿Son palabras adecuadas en tiempos de covid? ¿Qué es lo pedagógico ahora?

Que te dé el sol. La flexibilidad. Aceptar que la vida no se sostiene de currículas y que a veces es un caos. ¿Notas? ¿Normalizar que la mamá sea la tutora full time?

Nada escrito en el curriculum es tan urgente de aprender como para estresarse y estresar a los niños; ni para obsesionarse por cumplir metas y plazos. El modo ultra detallado en que se planifican contenidos, día a día, simplemente no aplica para los tiempos excepcionales que vivimosLos adultos y tutores debemos transmitir confianza y paz a los niños y jóvenes, no histeria.

La pandemia me agarró en medio de crear la música para una película. Uno de los sueños más grandes de mi vida. He tenido que tocar mis instrumentos y cantar con una preadolescente necesitada de mi guía y una pequeña de dos años hiperactiva y recién destetada. He creado melodías mientras trapeaba el piso de la cocina, mientras metía ropa a la secadora.

Estoy feliz con el resultado de la música. Pero sueño con algún día, tener el valor de publicar el lado b de ese soundtrack, donde “SI VUELVO A ESCUCHAR LA PALABRA MAMÁ ME TIRO POR LA VENTANA”, es lo más dulce que grité a mi micrófono, donde los llantos de bebe me hicieron el coro y la aspiradora que pasaba mi marido, el bajo.

Y eso que tengo un marido que pasa aspiradoras y se divide el trabajo doméstico al 50%. Quien, al igual que yo, ha dejado de rendir como acostumbraba en el trabajo.  Otras mujeres no tienen la misma suerte. Lo muestran las estadísticas: 3 de cada 4  personas dadas de baja laboral son mujeres. Nada nuevo. Pero ese es otro tema…Coming Soon 🙂                                                                                      

Tan tranquila (para la foto)