Tengo mi lado pulpo. Soy mamá de dos niñas, canto, leo, cocino, hago canciones, escribo y dedico parte de mi tiempo a ver documentales. Es la única sección de Netflix que visito. No veo series, por más espectaculares que sean. Será porque la realidad supera a la ficción cada mañana, cuando abro el ojo y empiezo a lidiar con seres vivos, entornos tangibles, problemas reales.
Me llamó la atención el nombre “mi maestro el pulpo”. Cansada de todos los gurús de turno, y luego de leer de qué iba, pensé: se jodió Deepak Chopra, llegó el pulpo.
Metida en la historia, me encuentro con un testimonio de amor. Un cineasta agotado de las exigencias comerciales de su carrera, encuentra en el fondo del mar un hermoso bosque, y debajo de una roca a un pulpo desconfiado, alerta. El mar está lleno de predadores y ha aprendido a protegerse*.
Craig Foster (el cineasta) se sumerge cerca de la guarida de un pulpo. Lo hace cada día desde que se sintió tan absolutamente bloqueado, que no pudo seguir trabajando. Hay algo ahí debajo que le da sentido al sinsentido de los últimos años.
El intruso ha sido identificado, por el animal, como un ser inofensivo. Poco a poco se van acercando, hasta que un día se abrazan. Unas 1600 ventosas afloran de ocho tentáculos y besan el pecho peludo del cineasta. Se quedan literalmente pegados, intercambiando energías, hasta que Craig tiene que salir a la superficie a tomar aire.
Un día Craig entra al agua, como siempre. Cerca de la guarida del pulpo ronda un tiburón, el principal predador. Siente que debe intervenir, pero decide mantenerse a un lado. Una mandíbula inmensa (de un pez enorme y ciego del tamaño de los mamíferos marinos pero nacido de un huevo) trata de embestir o tragarse al pequeño octópodo que se escurre, sin mirar atrás de puro terror. El pulpo agitado logra esquivar a la bestia y volver a su guarida. Solo cuando está a salvo puede mirarse la herida: el tiburón logró arrancarle un tentáculo.
Como un arbusto podado con guadaña, el pulpo permanece escondido, cambia de color, se pone pálido. Parece haber llegado a su fin.
Pasan semanas y sigue guarecido, con los ojos a medio cerrar. Pero poco a poco los abre más, y recupera su color en una lenta progresión cromática. Hasta que un día, por fin, sale, recargado de energía y con un pequeño nuevo tentáculo, que remplaza al que se llevó el tiburón, como el primer brote de primavera. La raíz de la esperanza.
Maestro pulpo, me quedo con tu enseñanza: Floreceremos, allí donde nos arrancaron el cuerpo, los predadores. Y habremos crecido por dentro.
* Según los expertos, los pulpos fueron los primeros seres inteligentes del planeta. Han sido observados usando herramientas, e incluso pueden abrir tarros y botellas a prueba de niños. Tienen una excelente memoria a corto y largo plazo.
¡Dos tercios del cerebro de un pulpo están en sus brazos! Los pulpos tienen toneladas de neuronas en cada brazo, que permiten a los apéndices oler, saborear y mover objetos de forma independiente, sin la ayuda de su cerebro.
Son artistas del escape. Como todos nosotros, los pulpos quieren vivir libres de sufrimiento físico o emocional. Se sabe que los pulpos rocían agua a los experimentadores en un laboratorio, y han puesto en cortocircuito los sistemas de luz cuando querían la oscuridad en cautiverio. Un pulpo llamado Inky llegó a los titulares de Nueva Zelanda cuando se escapó de su tanque en un acuario y se dirigió a un desagüe que conducía al mar.
